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“Todos mienten y se van”, segunda parte de la trilogía de Alejandro Sieveking, una hermosa obra en el Teatro UC

Más allá de las diversas historias de los personajes que se dan cita en un café de Santiago, entrelazando ese confluir de vidas, destaca por cierto la de los protagonistas: Gregoria, una vieja actriz, y Guillermo, un escritor también mayor que ha obtenido un tardío éxito como biógrafo de un célebre narrador chileno. Ellos son amigos desde antiguo y han llegado allí después de una de las marchas que conocemos, con encapuchados, policías, persecuciones y lacrimógenas. En su diálogo, se muestran facetas del Chile actual, desde el humor a la crítica incisiva y hasta dolorosa. Otros mundos convergen: el de una pareja de “millennials”, sumidos en su propia realidad virtual, en sus celulares, incomunicados o comunicados a su manera en un rincón de las mesas del café, desde donde se puede observar o no lo que ocurre afuera de él, las marchas, las protestas. El mozo del local, en sus amores con la dueña de este. O dos gais con un prostituto que ha llegado también allí, incorporándose después la pareja hetero de este. Algo anda mal, o mucho, tanto en el café como en la calle. Allí y en el país que es Chile, pero que bien podría ser otro lugar del mundo, donde la corrupción, la incomunicación, el comercio de los afectos, la soledad profunda de los seres, el paso y peso de los años, el anhelo de amar y ser amado, existan.

Gregoria y Guillermo dialogan, como amigos, aunque quizás subyace en esa relación algo más que la amistad, tal vez la soledad de ambos, antiguas complicidades, jornadas compartidas en otro tiempo. Él espera, no obstante, a Annette, su amor platónico, conocido a través de internet. Sus diálogos nos llevan desde la risa a la reflexión, a la risa por el análisis de la realidad desde la comedia, pero uno siente como espectador que hay mucho más que el humor incisivo, crítico, de ese género. Gregoria y Guillermo tienen el signo de los solitarios, de los años que se han venido encima, arrolladores y definitivos, y esto lo refrenda la aparición de Annette, la enamorada virtual, mucho más joven que Guillermo, ante la cual Gregoria (Anita Reeves) despliega toda su artillería, su ironía, quién sabe si, inconscientemente, ve en aquella a su rival.

Mención aparte entre los méritos de esta obra, es la escenografía, con ambientes delicados, semitransparentes, que permiten ver detrás de los muros de la cafetería y saber lo que ocurre en su interior, y proyecciones de marchas, de lo que acontece afuera del café. Bello. También el vestuario, específicamente el rosado, el sombrero y las perlas de Gregoria, el de Annette, el aspecto visual, la iluminación. El lenguaje no verbal.

Más allá, dijimos, de las diversas historias que confluyen en esa cafetería, es un lujo ver en escena ‒considerando las buenas actuaciones de todo el elenco, bajo la notable dirección de Alejandro Goic‒ a dos maestros del teatro nacional: Anita Reeves, a quien habíamos visto hace unos meses en “Mi hijo solo camina un poco más lento” en el Teatro Mori Bellavista, y a Alejandro Sieveking, en una obra que, pienso, hunde sus raíces en lo más profundo de su historia y experiencia como dramaturgo y actor. Una hermosa y conmovedora obra la que he visto en el Teatro UC ‒parte de la trilogía que comienza con “Todo pasajero debe descender” (2012), y cuya última parte aún se halla en proceso‒; un privilegio presenciar en escena a los actores mencionados en una pieza bellamente humana, entre lo cómico y lo, sutilmente, trágico. Un mirar la vida y el país desde dos amigos de hace más de cincuenta años, esto es, desde cerca de la cima ‒y final‒ la vida propia y la de los otros. La mía y la de Chile. Ese café, como un mirador privilegiado desde donde se observa la realidad y donde el espectador, a su vez, puede ver las luces y sombras de los que por allí pasan.

JMR, Extensión y Cultura, julio de 2019

 

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